En las paredes, un rastro
Se entiende por grupo de personas a un conjunto de individuos que coordinan sus energías para alcanzar un objetivo específico. Un equipo, por su parte, es un conjunto de personas que, compartiendo un objetivo común, deben organizarse para alcanzar un mismo propósito. Aunque dicho de este modo podría parecer lo mismo, en el fondo no es así. Y es que mientras que el grupo basa su potencial en las relaciones de interdependencia que establecen sus miembros, el equipo solo consigue su objetivo sumando esfuerzos y recursos compartidos. O, dicho de otro modo, mientras que el equipo puede alcanzar su objetivo sin necesidad de que sus miembros se fusionen —recordemos que un equipo es una suma de individualidades—, un grupo —cuyo funcionamiento depende del grado de fusión de sus individuos— no va a ninguna parte si entre sus miembros no se crea una alianza.
Formar parte de un equipo no es lo mismo que pertenecer a un grupo. Si de un equipo te puedes librar con facilidad, abandonar un grupo es mucho más complicado. Te afecta en lo más profundo.
Hay artistas frente a cuya obra no es necesaria una explicación para que tu mente se dispare y fabule a partir de lo que está percibiendo. Sea un grupo o un equipo, esté parado o en movimiento, te diga algo o no te diga nada… Independientemente de lo que haga. Esto puede dar la posibilidad de dejarse llevar y observar cuanto sucede. Por ejemplo, en una obra. Tranquilamente. Sin prisas. Al margen de cualquier prejuicio.
Dejarse llevar por una obra para observar, desprejuiciadamente, cuanto sucede en torno a ella no significa que sea mejor, peor o equivalente a cualquier otra; significa que la posibilidad de aprehender cuanto sucede al margen de los minutos que marca un reloj suele brindar la posibilidad de especular en torno a lo que desees, por peregrino que sea. Y preguntarte. Por ejemplo: ¿qué piensa un artista cuando realiza una obra?
La obra de un artista puede atrapar por varias razones. Ahora bien, cuando lo hace por mostrar a gente que, haciendo cosas que no entendemos, nos interpelan, intrigan, distraen o inquietan, a menos que los tomemos por unos alienados, no dejaremos pasar el tiempo sin empezar a preguntarnos cosas como estas: ¿qué hacen?, ¿por qué?, ¿cómo lo hacen?, ¿han acudido allí?, ¿ya estaban?, ¿quién les organiza?, ¿cuándo empezó?, ¿cómo fue en el inicio?, ¿es fácil hacer lo que hacen?, ¿es difícil?, ¿acaso no tienen otra cosa que hacer?, ¿así pasan sus vidas?, ¿cuánto tiempo invierten en ello?, ¿es tan alegre, triste o ligero como parece?, ¿tan necesario o baladí es lo que están haciendo?, ¿por qué no entiendo nada?, ¿debo entender algo?, ¿para qué?, ¿por qué?, ¿necesito saber qué están haciendo?
Estar frente a una obra que pregunta y que, en lugar de concluir, remite a la imposibilidad de entender, significa que la curiosidad está despierta y llamando a nuestras puertas. Es entonces cuando se debe abrir y atenerse a las consecuencias.
Creo que si mis manos no hubieran parado al final del párrafo anterior —dos párrafos más arriba, es decir, el de las preguntas— hubiera llegado hasta al final de este texto preguntándole a Maider López lo que me viene intrigando desde su Playa o Ataskoa, dos de sus obras de 2005 en las que, entregando toallas rojas a los bañistas de una playa o creando un atasco monumental en mitad de un monte perdido, consiguió meterme en la piel de una de las personas que aparecen en ellas para disfrutar como si no hubiera un mañana saltándome normas que están no escritas en ninguna parte y, sobre todo, disfrutando de la posibilidad de aportar ciertas dosis de imprevisibilidad y aire fresco a la inflexibilidad de unas vidas tan monótonas como las nuestras.
Aunque sospecho qué pensaría Maider López al proponer a un grupo de estudiantes[1] “recorrer los límites y contornos de elementos de la naturaleza y estructuras arquitectónicas, tocándolos con las manos una al lado de la otra”,[2] creo que lo que buscaba en realidad era lo que viene haciendo desde el inicio de su trayectoria: querer ver las cosas de otro modo. Y, de paso, darnos a entender que todos podemos hacerlo. Desde otra perspectiva. Sobre la base de otros parámetros. Con dos, cuatro, ocho, dieciséis personas o muchas más. Echando mano de la imaginación.
Proponiendo un acercamiento a la naturaleza a partir de fragmentos delimitados por unas manos o actuando del mismo modo para fijar la atención en cualquiera de los elementos constitutivos de la arquitectura, Maider López nos remite al tacto como de uno de nuestros sentidos más olvidados pese a existir en el límite de nuestro perímetro corporal y, en consecuencia, hablar de la distancia que nos separa con el exterior. Fusionando una serie de cuerpos para puntear el tronco de un árbol, la esquina de una casa, el perfil imperceptible de una roca o las jambas de una ventana desde el exterior, el tacto al que también nos remite Maider López es al de un sentido con capacidad para alcanzar un objetivo común.
Contours es el título de una serie de obras de Maider López que, cuestionando la relación de nuestros cuerpos con la arquitectura y llenando el aire de preguntas, solo puede responder un grupo de personas —cualquier grupo de gente— negociando la fusión de sus cuerpos, retorciéndolos a la manera de la estatuaria clásica, de forma adecuada, como mejor les plazca o como decidan entre todos ellos. Entre todos los miembros del mismo grupo, quiero decir. Aunque, eso sí, en ningún caso respuestas fehacientes. Solo alguna de sus posibilidades. O varias de entre todas ellas.
Tras el desarrollo de este trabajo en el exterior, la artista decide dirigir su mirada hacia el interior con el fin de escuchar el alma de un espacio de exposición a través de la Colla Jove Xiquets de Tarragona y su capacidad de ensamblar sus cuerpos para la conquista de un objetivo común. Otra suerte de objetivo, otra suerte de coreografía corporal.
Entrenados para levantar torres humanas capaces de acariciar el cielo gracias a la unión de la fuerza de sus miembros, los de la Colla Jove que acudieron a la llamada de Maider López fueron invitados a proceder de un modo distinto al que estaban acostumbrados. A saber: actuar en el interior de un espacio cerrado, organizarse en una sala sin presencia de público, coordinarse para no poder levantar más de un piso, acoplarse entre ellos sin la música de grallas que ameniza sus gestas y hacer lo que creyeran oportuno a partir de la consigna de una artista pidiéndoles que aprehendieran el espacio de otro modo, que obraran a partir de esta hoja de ruta: “Tocar el espacio. Habitar la sala de exposiciones desde otras alturas, posturas y relaciones. Recorrer el espacio de la sala con las manos. Construir arquitectura con nuestros cuerpos a partir de organizarnos como grupo.” Es decir, construir. Pero no una torre, sino el volumen de un espacio interior con ayuda de un grupo de cuerpos y su capacidad para organizarse.
Lo que ustedes están viendo o verán cuando lo deseen es el rastro de una acción que tuvo lugar en un espacio habitualmente abierto al público, que se desarrolló durante un día que ninguno de nosotros sabemos, en que el día que se hizo no había nadie en la sala y en que el grupo que la ejecutó se tuvo que contentar en delimitar un espacio y no en abrazar el cielo desde lo alto de una torre humana. Actuaron en un espacio vacío, sin nadie, sin aire, sin ruido.
Dejando el rastro de lo que hicieron adherido a estas paredes.
Frederic Montornés
Junio de 2024
[1] De la Universidad de Bellas Artes de Nevşehir, Capadocia, Turquía.
[2] Según explica la propia artista en su sitio web: https://maiderlopez.com/portfolio/contours/.